Ahora que nos contamos

Vivimos un momento único para el cuento. La blogosfera nos acerca y cada vez somos más los que participamos en esta vorágine de lecturas. Nos leemos y comentamos. Aquí encontrarás textos para la reflexión y mentiras, muchas mentiras adornadas de realidad...

También he querido hacer mi pequeño homenaje a esos autores a los que tanto debemos, su influencia pesa sobre nosotros y nos hace crecer.

Puedes participar con tus comentarios si lo deseas porque, ahora que nos contamos tantos cuentos..., es el momento.

Espero que el resultado valga la pena y que te sientas a gusto entre estas páginas.

19/4/20

El viaje a lo desconocido



Fotografía de Paola Peinado
 Podéis buscarla en Instagram @paola.peinado

He de reconocer que la idea me atraía desde hacía mucho tiempo y necesitaba hacerlo. También es verdad que no me atrevía, me costaba decidirme. Sentía un miedo ilógico a realizar cualquier acción en solitario y sin la aprobación de las personas que tenía cerca. Por eso era muy necesario para mí su respaldo y por eso me sentí como si un jarro de agua fría me cayera desde el inicio de la cabeza y me fuera poco a poco humedeciendo en un frío helador todo el cuerpo hasta llegar a la punta de los dedos de mis pies, cuando al contárselo a la persona en la que confiaba desde hacía tanto tiempo, me sorprendió con un silencio primero, para pasar después a las críticas, a las humillaciones y a los obstáculos para que hiciera aquel viaje. Un viaje que pudo haber sido como cualquier otro y que, sin embargo, no lo sería por la predisposición que ya lo antecedía y que supuso que fuera el viaje más importante de mi vida. No hubo quien no sacara sus conclusiones. Quien más y quien menos opinaba sobre el porqué de su actitud. Todos tenían una opinión razonable para explicar qué era lo que le había motivado a reaccionar así. Ahora que lo pienso no encuentro motivo alguno más que la inseguridad y que esa misma inseguridad fue precisamente la que hizo que todo desencadenara en el único final posible, romper con una parte de mi vida para comenzar otra.  Es curioso, siempre me gustó oír lo que los demás tenían que decirme y lo mejor que pude haber hecho fue no escuchar a nadie y seguir el rumbo de mi vida. Sabía que iba a ser duro, no contaba con que fuera un camino de rosas, por supuesto, pero, ¿no son las cosas más difíciles las que más merece la pena ser vividas?  Algo dentro de mí me decía que estaba haciendo lo correcto y, aunque, la verdad, estaba muy confusa, ahora que lo veo con la distancia objetiva, no pensé que aquello pudiera cambiar tanto mi vida. Pronto me di cuenta de que ya no había marcha atrás.
 Llegué una noche de verano lluviosa. Me estaba esperando un coche destartalado justo donde acababa la carretera y comenzaba el camino y lo primero que sentí fue miedo. No por lo que me pudieran robar, ya que era bien poco lo que llevaba, pero sí por dónde iría a parar, qué me mandarían hacer, cómo iba a ser mi vida durante el mes que duraría aquella aventura en la que me había embarcado. Acababa de dejar muchas cosas para trabajar como voluntaria en un hotel de Escocia perdido entre la vegetación y cuyo pueblo más cercano, Crail, estaba a unos cuantos kilómetros.
Aquella primera noche, sin embargo, no pasó nada fuera de lugar. Cuando llegué me dieron las llaves de una habitación destartalada, pero limpia y poco más. No pude apreciar la belleza del lugar hasta la mañana siguiente. Todo parece mejor por la mañana y aquello no solo lo parecía, sino que era maravilloso. Estábamos en medio de la naturaleza, cerca de un bosque. Desde el principio sentí algo especial por aquel lugar. Sí, he de reconocer que me comencé a enamorar, pero ¿cómo no hacerlo? Esa mañana, después de desayunar una taza de té con scones, tostadas de mermeladas caseras y fruta variada, fui conociendo a mis compañeros y a los que trabajaban de forma oficial en el hotel. La mayoría de los voluntarios eran chicos y chicas jóvenes y estaban allí porque era una manera de practicar inglés sin tener que gastar demasiado dinero; otros, porque simplemente era una forma de viajar diferente y divertida. Yo, bueno, digamos que era una asignatura pendiente y quizá el hecho de haberlo tenido difícil fuera lo que me diera más fuerza para hacerlo.
No puedo decir que lo pasara bien desde el principio. Los días se iban sucediendo sin más, yo trataba de involucrarme en las tareas que me asignaban como voluntaria, pero por las noches cuando estaba sola en mi habitación no podía remediar llorar hasta quedarme dormida.
Poco a poco comencé a intimar con Marc, Yanis y Anke. Los dos primeros eran unos chicos franceses, amigos de la infancia que habían ido juntos como despedida de juventud. Marc se iría a trabajar a Gales y Yanis se iba a casar con su novia de toda la vida a la vuelta. Recuerdo que me sorprendió mucho porque me parecía muy joven para casarse. Anke era una chica alemana con la que compartía muchos puntos de vista. Las dos habíamos hecho carreras similares y teníamos opiniones parecidas en muchos aspectos. Los tres eran divertidos y pronto hicimos muy buenas migas y nos convertimos en inseparables. Algunas tardes cenábamos fish and chips en Crail, el pueblo pesquero cercano al hotel. Nos encantaba ir andando, aunque el camino era largo, eso suponía más tiempo de diversión. Eran unas tardes de verano frescas en las que paseábamos por las calles del pueblo. Me gustaba recorrerlo despacio, sin prisas, junto a Marc, Yanis y Anke.
Recuerdo un día en especial. Todo el grupo de voluntarios nos acercamos a Crail. Era una tarde en la que los habitantes del pueblo abrían sus puertas a los visitantes y nos enseñaban su arte. El pueblo entero parecía que era artista, todos exponían sus obras y algunos nos ofrecían champán. Me pareció sorprendente ver tantas pinturas, cerámicas, bordados y flores adornando las fachadas, los balconcitos, las entradas, las puertas. Era fascinante y el olor y el color creaban esa mezcla que consigue que te embriagues sin una gota de alcohol. Una señora se acercó a mí y me regaló una maceta en la que unas flores de colores morados lucían espléndidas y otras de color rosa despuntaban por salir. Eran lilas. Yo no estaba muy acostumbrada a recibir regalos y menos de desconocidos por lo que no sabía qué hacer a excepción de sonreír. Por otra calle unas parejas bailaban y animaban a los espectadores a bailar con ellos. Yanis me guiñó un ojo y me agarró por la cintura. Comenzamos a bailar.  Nunca he tenido oído para la música, ni sentido del ritmo y aquello me hacía reír porque sabía que no lo hacía bien, pero me daba igual. No me importaba dar vueltas en el sentido contrario y sentir que la vida era eso, un baile en el que te puedes equivocar, pero en el que no puedes dejar de bailar.
Supongo que nada es eterno y que también aquello tenía que terminar. Todavía sueño con esos momentos tan bonitos y no puedo dejar de sorprenderme porque aquello que comenzó como algo muy doloroso acabara convirtiéndose en lo mejor que me había pasado.
Alzo la vista por encima de mi ordenador y lo veo, ahí está, desaliñado como siempre, con el aire juvenil que tenía cuando lo conocí. Y le pregunto:
—Yanis, ¿por qué no volvemos un día de estos a Escocia?
 Yanis me sonríe y asiente porque sabe que ya no volveremos a vivir lo mismo. Yo también lo sé y sé que seguiremos dando vueltas en sentido contrario porque así es como nos gusta bailar. 

 


Días inciertos



Después de tanto tiempo sin escribir en estas páginas. Ahora vuelvo. Quizá es que tuve que parar y que ahora es el momento. No sé.  En estos días, por supuesto, tenemos mucho tiempo para la reflexión. Se escriben muchas reflexiones sobre lo que estamos viviendo. Es normal, la gente habla o escribe sobre lo que ve, siente, le preocupa o simplemente le ocurre porque tiene que exteriorizar lo que no controla, lo que le supera. Es bueno, es terapéutico desahogarnos. En estos momentos estamos viviendo una pesadilla sin precedentes. Algo que no hubiéramos nunca imaginado que pudiéramos vivir. Nos encontramos encerrados en nuestras casas oyendo día tras días mensajes contradictorios; oyendo día tras día, que la pandemia se va extendiendo cada vez más por nuestro planeta y que somos incapaces de controlar (espero que de momento); viendo como nuestra economía comienza a sufrir unos efectos que, presuponemos, serán catastrófico y sin saber cómo ni de qué manera volveremos a una normalidad que no será normalidad hasta quién sabe cuándo...
No sabemos cuánto tiempo seguiremos de cuarentena, ¿cómo es posible que haya pasado esto? Parece del todo irreal y mientras tanto... Nos ayudamos los unos a los otros porque todos estamos metidos en esto y cuando se acerca el peligro nos aflora la solidaridad. Nos acordamos de familiares y amigos y queremos saber de ellos. Nos llamamos, nos escribimos, nos preocupamos los unos por los otros. Hacemos videoconferencias y nos sentimos más cerca de nuestros seres queridos. Buscamos formas para entretenernos y matar las horas (que sorprendentemente le siguen faltando al día) ayudados por tanta opción que no somos capaces de abarcar. Los cantantes dan conciertos, los escritores clases en las que enseñan técnicas, podemos ver museos en nuestros ordenadores, descargarnos libros gratuitos etc. La opción es muy amplia y cada tarde a las ocho en punto salimos al balcón a aplaudir a los sanitarios que lo están dando todo, que están en primera línea, que viven la locura de primera mano, no puedo evitar emocionarme. Pero también me acuerdo de los biólogos que trabajan contra reloj para conseguir una vacuna que llegará, en el mejor de los casos, dentro de un año; y de toda la gente que simplemente no puede dejar de trabajar porque son imprescindibles: los empleados de supermercados, los encargados de la limpieza, los policías, la guardia civil, los militares… Todos ellos hacen una labor increíble y merecen nuestro respeto y nuestros aplausos. Nosotros, los que estamos en casa, tenemos mucho tiempo para la reflexión y vemos los días pasar en este escenario inverosímil. En mi caso, desde el principio de la cuarentena me planteé hacer muchas cosas… Pero la realidad es que el bloqueo lo abarca todo. Me siento bloqueada y no soy capaz de concentrarme mucho tiempo.
En estas reflexiones que nos concedemos ponemos de manifiesto todo lo que vemos a través de nuestras ventanas: como el planeta comienza a rebajar los índices de contaminación; como los animales parecen más libres sin nosotros, ahora que somos nosotros los que no tenemos libertad, y salen a las calles despobladas. Nos planteamos qué es lo realmente importante en la vida, cuáles son nuestras prioridades, con quién merece o no merece la pena estar… Tantas cosas que quizá y solo digo quizá, puede que le estemos dando una magnitud que en circunstancias normales no le daríamos porque la realidad es que solemos vivir sin pensar demasiado. La vida son momentos, y lo que hoy es importante, mañana deja de serlo. Quizá cuando todo esto acabe, cuando la locura nos dé un respiro y podamos volver a la calle, a nuestras vidas, habremos aprendido algo. Puede que seamos más solidarios, que tengamos las cosas un poco más claras, que sepamos discernir entre lo que queremos y lo que no queremos y lo logremos llevar a la práctica, que valoremos también lo que tenemos y aprendamos a vivir más en armonía con todos y todo. Pero también puede que solo nos dure el efecto un tiempo y después nos olvidemos de todo y volvamos a ser los  de siempre y a pensar en nosotros mismos como si no hubiera un mañana.  
Seguramente si hubiera imaginado una situación comparable a la actual y la hubiera plasmado en un relato alguien me hubiera dicho que no era creíble (por mucho menos me lo han dicho). Bueno, como ciencia ficción quizá lo hubiéramos podido contemplar, pero no lo podríamos haber imaginado en un escenario real.  Por desgracia, una vez más, la realidad supera la ficción.
Sin embargo, no quiero hacer de este blog un escenario para mis reflexiones y sí que siga siendo un blog de relatos. Por eso en esta cuarentena os traigo un relato esperanzador. Espero que os guste y que en cualquier caso me deis vuestra opinión, tan beneficiosa siempre. 

14/12/15

La viuda



Rigurosamente vestida de negro ocupaba el puesto que le pertenecía, era la viuda. Su figura alta y delgada, embutida en un ajustado vestido sastre, mostraba sus curvas sin pudor y sus gafas de pasta ocultaban buena parte de su rostro. Desde unos tacones de vértigo miraba a los presentes con aire de superioridad mientras balanceaba su sedosa melena rubia. Su matrimonio había durado poco más de un año, en fin, era algo con lo que contaba al haberse casado con un octogenario. 

 —¡Señora! 

Un golpe de voz seco la trajo de vuelta a la realidad.

 —El señor acaba de llegar.

Imagen: Reinfried Marass
Se envolvió el cuerpo con un amplio pareo lamentándose, una vez más,  de que hubiera sido un sueño.

19/11/15

Aurora



La cazuela de barro a las brasas de la chimenea, dentro el borboteo de un caldo con trompicones. La niña delante del fuego vigila de vez en cuando la comida.Que cueza lento, —le dijo el padre antes de marchar—, —y remuévelo de vez en cuando.


A su padre le gusta ir a la casa de campo, desde niños han ido y a ella, antes le encantaba jugaba con sus hermanos allí, pero desde hace un par de años todo ha cambiado, odia esa casa, odia a su familia, ya no encuentra ningún sentido a nada. A menudo se sorprende pensando en su madre. Aurora no sabe lo que es una madre, era muy pequeña cuando ella se fue. Mira una gastada  fotografía que guarda como un tesoro entre su ropa interior. Es su madre, pero no tiene ningún recuerdo de ella, y fantasea con la idea de que se ven, de que hablan. —Algún día la encontraré y no sabré que es mi madre. Algún día vendrá a mí con lágrimas en los ojos y me pedirá perdón por todos estos años de abandono—. Después la rabia se apodera de ella y la odia. El dolor es tan grande que no soporta esa casa, ni esa familia que tiende a la incomunicación. Ese no es su lugar. Desea con todas sus fuerzas salir de allí.

Llega la noche y la niña se disfraza de mujer, se encierra en su cuarto y se transforma. Brillantina, brillos eternos, ojos perfilados, rojo en los labios, tacones, falda mini, contoneo de caderas y movimiento de melena. No más de quince años y ya se siente mayor, la niña quiere vivir rápido, deprisa, siente que ha estado prisionera en una cárcel y quiere beberse el mundo. Sale sigilosa, nadie en casa la ve, a pocos metros un coche la espera, entra sonriente y ambos marchan hacia ese otro mundo que cada noche Aurora busca como si la vida se fuera a acabar de repente, como si el mañana no existiera. Los hombres la miran y eso le gusta, siente que es lo mejor que le puede pasar, sabe que tiene poder, pero es vulnerable, es una niña.

Él La mira en la distancia, alejado.
La observa con el dolor que le provoca verla, no entiende nada, no sabe qué hacer. ¿Rescatarla y encerrarla? ¿Qué ha hecho mal? Se pregunta con un nudo en la garganta.
 Ella se ha creado a sí misma en su imaginación, con esa imagen se siente segura y mientras da largas caladas a un cigarrillo, él sigue mirándola con ojos protectores. Pero él no es nadie. No sabría cómo hacer. Cuando le dejó su mujer perdió la dignidad que le quedaba y después apenas le quedaron fuerzas. Se da media vuelta y se marcha a casa porque se siente incapaz, no puede vigilar sus pasos. Le gustaría ser más hombre, más seguro, más malo o más bueno, al fin y al cabo, es nadie.
Ahora, mientras vuelve a casa desolado, ella rompe su inocencia a golpe de pataleta, y él piensa cómo hará para que Aurora logre entender que hay más caminos. Él solo es quien quisiera correr con ella, quien quisiera reír con ella, quien quisiera contarle que el cielo tiene luces doradas y que ella vale más que todo eso que parece seducirle.
De madrugada la oye llegar, coge fuerzas para dominar la situación y sale a su encuentro, la mira mientras ella es incapaz de sostenerse y le susurra al oído, despacio, —mañana volvemos a casa.

Aurora querría un chillido, una bofetada, un gesto amargo de indignación, algo con lo que poder justificar su comportamiento y poderse atrever a mirar a su padre a los ojos, pero no puede, solo puede llorar despacio, en silencio, triste y desolada, esperando un nuevo amanecer.  








3/11/15

Un domingo cualquiera de noviembre



Son las tres de la mañana de un domingo cualquiera de noviembre. Una pareja se besa en un pub, la música suena lenta. Se ríen y abrazados piensan que no necesitan nada más. Se miran con deseo, beben los últimos sorbos de cerveza y salen a la calle. Afuera hace frío, pero ellos solo lo notan al separarse. Suben a un coche, él la mira las piernas, ella sonríe y coquetea consciente de su poder. Él desea que esa noche no acabe. Ella lo sabe y decide prolongar la madrugada.

Son las diez de la mañana de un domingo cualquiera de noviembre. Una pareja se acurruca en la cama. Él la besa los parpados lentamente, la acaricia suavemente, dibuja el contorno de su cuerpo con sus dedos debajo de las sábanas y ella se relaja, se funde con él y piensa que la felicidad está en esa cama. Un niño llora y lentamente se separan.

Son las dos  de la tarde de un domingo cualquiera de noviembre. Una pareja se mira cómplice. Él se acerca a ella sigiloso, le acaricia el pelo, le besa el cuello y le susurra al oído. Ella temblorosa y agitada se le eriza la piel, se ríe mientras se da la vuelta, le da con un trapo en el brazo y se abraza a su cuello. Él se acerca a su boca la besa lentamente y le mordisquea los labios. Ella se estremece y le roza los hombros, las mejillas, lentamente se abandona al beso que cada vez se hace más profundo. Suena el timbre y los amantes se miran cómplices, se separan y sienten la punta de sus dedos mientras sus cuerpos se separan. Serán los niños, le dice ella al tiempo que se acerca a abrir la puerta. Él sonríe y la sigue con la mirada.

Son las cinco de la tarde. Un domingo cualquiera de noviembre. Una pareja se habla sin palabras. Ella ojea una revista y disimula que no le mira. Él hace que ve una película y retiene su mirada cuando la siente sobre él. Al rato se rompe el silencio. Él apaga el televisor y se acerca a su mujer, ella arisca lo rechaza. ¿Ya no me quieres? Pregunta él. A ella eso le encanta, le gusta cuando la mira, cuando la persigue con la mirada juguetona y cuando la encuentra, cuando le pregunta si todavía lo quiere. Le gustaría decirle que sí, que siente lo mismo, que lo desea, pero en lugar de eso mueve la cabeza, se levanta y le dice, ¡qué bobadas!

Afuera las hojas amarillas inundan las aceras. El frío comienza a notarse en la calle y en un café una pareja solitaria piensa en ese domingo de un día cualquiera de noviembre.


15/10/15

Volver a casa




Hoy he vuelto a casa, después de tanto tiempo sin vernos, sin hablarnos, sin sentir tu calor. Me fui y nos dejamos de hablar durante épocas sin darnos cuenta y el tiempo pasa, pasa muy rápido y no somos conscientes de ello. Da igual, eso no tiene importancia, aquí está mi casa… Estoy unida a ti por  lazos invisibles, siempre unidas a pesar de la distancia y de múltiples disputas… A veces reniego de ti y te detesto, pero siempre te llevo dentro, siempre vuelvo a tu lado cuando necesito cobijo. Te pido perdón por no acordarme más de ti y te doy las gracias por seguir siempre a mi lado. Tú protestas, siempre protestas, pero no por mis despistes o por mis defectos, sino por esas muestras de cortesía que tú dices que no debo de tener contigo, “eso para los extraños”.
¡Cuántas diferencias culturales!
Me siento en casa a pesar de que esta casa ya no es la que conocía, ¡qué extraño es todo cuando faltas durante tiempo! Y, sin embargo, la sensación de sosiego, de vuelta al hogar es la misma de siempre.
Hace tiempo ya que me separé de ti para vivir sola, independiente. Me enseñaste pronto que debía volar, que a tu lado no tenía futuro y que el futuro estaba lejos. Aquí me formé, me eduqué y en tu regazo comprendía que en esta vida solo debe darnos miedo la inactividad. Inactivo es el que no desarrolla una actividad y si para desarrollarla había que irse lejos, pues se iba. Eso me enseñaste.  Me hubiera gustado también que supieras haberme mantenido a tu lado, que no hubieras hecho de mí una emigrante eterna con la esperanza de volver siempre. No pudo ser.  
Te miro y siento que toda la sabiduría está en ti, enorme, majestuosa, siempre atenta. Como una buena madre me recoges y me meces, me  enseñas que eres imperfecta y que estás llena de dolor, quisiera poder estar más cerca de ti, cuidarte, no es posible, irremediablemente.
Sonríes y tu cara, siempre de niña, ilumina la mía. Todo en ti es optimismo y el calor que desprendes es alimento para mi alma. Nos reímos a carcajadas. Adoro estos momentos que no quiero perder nunca. Los paseos interminables, las tardes de sol, el sabor de una caña muy fría en una terraza soleada, el calor sofocante del verano y el frío insoportable del invierno, el sol, siempre el sol.
No necesitamos hablar porque nos entendemos con mirarnos, pero hablamos y hablamos sin parar en interminables discursos en los que podemos decirnos todo lo que llevamos tiempo sin contar, porque es ahora el momento y no otro, es nuestro momento. Te miro y quiero aprovechar estos ratitos porque te echaré en falta y te buscaré y no estarás. Buscaré tu calor en mis días oscuros y fríos, en mis tardes de lluvia, en mis noches solitarias, tus luminosos amaneceres quedarán lejos y miraré atrás en mi recuerdo. Añoraré las pequeñas siestas que solo a tu lado consigo disfrutar y las largas noches que solo tú sabes darme.
Los días en casa me dan fuerza y de nuevo emprendo el vuelo. Me llevo tu olor, tu sabor y tu calor. Soñaré contigo a pesar de que el tiempo volverá a atenuar tus rasgos, a mostrarme otros caminos que lejos de ti sabré hacer míos, pero siempre retornaré pues tan solo soy una emigrante que siempre desea volver a casa.