La
cazuela de barro a las brasas de la chimenea, dentro el borboteo de un caldo
con trompicones. La niña delante del fuego vigila de vez en cuando la comida. —Que
cueza lento, —le dijo el padre antes de marchar—, —y remuévelo de vez en
cuando.
A su
padre le gusta ir a la casa de campo, desde niños han ido y a ella, antes le
encantaba jugaba con sus hermanos allí, pero desde hace un par de años todo ha
cambiado, odia esa casa, odia a su familia, ya no encuentra ningún sentido a nada.
A menudo se sorprende pensando en su madre. Aurora no sabe lo que es una madre,
era muy pequeña cuando ella se fue. Mira una gastada fotografía que guarda como un tesoro entre su
ropa interior. Es su madre, pero no tiene ningún recuerdo de ella, y fantasea con
la idea de que se ven, de que hablan. —Algún día la encontraré y no sabré que
es mi madre. Algún día vendrá a mí con lágrimas en los ojos y me pedirá perdón
por todos estos años de abandono—. Después la rabia se apodera de ella y la
odia. El dolor es tan grande que no soporta esa casa, ni esa familia que tiende
a la incomunicación. Ese no es su lugar. Desea con todas sus fuerzas salir de
allí.
Llega
la noche y la niña se disfraza de mujer, se encierra en su cuarto y se
transforma. Brillantina, brillos eternos, ojos perfilados, rojo en los labios,
tacones, falda mini, contoneo de caderas y movimiento de melena. No más de
quince años y ya se siente mayor, la niña quiere vivir rápido, deprisa, siente
que ha estado prisionera en una cárcel y quiere beberse el mundo. Sale
sigilosa, nadie en casa la ve, a pocos metros un coche la espera, entra
sonriente y ambos marchan hacia ese otro mundo que cada noche Aurora busca como
si la vida se fuera a acabar de repente, como si el mañana no existiera. Los hombres
la miran y eso le gusta, siente que es lo mejor que le puede pasar, sabe que
tiene poder, pero es vulnerable, es una niña.
Él La
mira en la distancia, alejado.
La
observa con el dolor que le provoca verla, no entiende nada, no sabe qué hacer. ¿Rescatarla y encerrarla? ¿Qué ha hecho mal? Se pregunta con un nudo en la
garganta.
Ella se ha creado a sí misma en su imaginación,
con esa imagen se siente segura y mientras da largas caladas a un cigarrillo,
él sigue mirándola con ojos protectores. Pero él no es nadie. No sabría cómo
hacer. Cuando le dejó su mujer perdió la dignidad que le quedaba y después apenas
le quedaron fuerzas. Se da media vuelta y se marcha a casa porque se siente
incapaz, no puede vigilar sus pasos. Le gustaría ser más hombre, más seguro,
más malo o más bueno, al fin y al cabo, es nadie.
Ahora,
mientras vuelve a casa desolado, ella rompe su inocencia a golpe de pataleta, y
él piensa cómo hará para que Aurora logre entender que hay más caminos. Él solo
es quien quisiera correr con ella, quien quisiera reír con ella, quien quisiera
contarle que el cielo tiene luces doradas y que ella vale más que todo eso que
parece seducirle.
De
madrugada la oye llegar, coge fuerzas para dominar la situación y sale a su
encuentro, la mira mientras ella es incapaz de sostenerse y le susurra al oído,
despacio, —mañana volvemos a casa.
Aurora
querría un chillido, una bofetada, un gesto amargo de indignación, algo con lo
que poder justificar su comportamiento y poderse atrever a mirar a su padre a
los ojos, pero no puede, solo puede llorar despacio, en silencio, triste y
desolada, esperando un nuevo amanecer.