"Solo existe un instante, y es ahora, y es
eternidad”
Esa frase la escuchó María de labios de su hija Amanda y en ese momento se
dio cuenta de por qué la había tenido, porque nada es casualidad, y dentro de
su consciencia la vida recobró todo el sentido.
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Nos pasamos la vida buscando, esperando que pase algo espectacular, o no,
simplemente esperando. El día a día se nos hace tedioso, los lunes son una
desesperación y desde que amanece el domingo, ya estamos deseando que llegue el
viernes próximo. Si tenemos un acontecimiento que nos ilusiona, todo lo demás
deja de tener importancia y solo pensamos en ese día esperado dejando pasar de
largo momentos que pueden ser inolvidables, ocasiones que nos reconfortarían
más que lo que esperamos y que por idealizarlo, lo más probable es que nos
decepcionen.
María pasaba así su vida, era una esclava de sí misma, no valoraba lo que
se le ofrecía y deseaba continuamente lo que no tenía. Su mundo giraba en torno
a acontecimientos que vivía en su mente. Fantaseaba con todo lo que le gustaría
ser o vivir y por supuesto, nada de aquello se cumplía, vivía una decepción tras
otra. Solo era feliz en su fantasía y después
la realidad se encargaba de llevarla a su lugar, aquel que aborrecía y
que a duras penas lograba poder sobrevivir en él. Era impulsiva y buscaba,
buscaba, buscaba, sin encontrar nunca lo que quería.
La calle estaba mojada, pero el calor seguía siendo
sofocante, apenas salió de casa cuando vio llegar su autobús, el próximo
tardaría casi una hora en pasar, debía correr si no quería llegar tarde al
trabajo. Sin importarle el tamaño de sus tacones o el volumen de su vientre
echó a correr como si le fuera la vida en ello. Jadeante llegó a él y sintió
que el corazón se le salía por la boca. Por suerte no iba muy lleno y pudo
sentarse sin problemas. Al poco consiguió recobrar el aliento. Se estaba
relajando cuando se sentó a su lado una señora llena de bultos ocupando su
espacio y parte del de María. Comenzó a agobiarse al tiempo que notaba como un
líquido corría por sus piernas. ¿Sería posible que me pusiera ahora de parto?
Pensó desesperada. Esto era más de lo que podía soportar. Comenzó a moverse
incómoda y comprobó que no era su cuerpo el que desprendía el líquido, sino la
botella que la señora llevaba en sus piernas.
—¡Por favor señora! No ve lo que está pasando, está
derramando líquido encima de mí.
—Perdona guapa, no
es más que agua, no viene mal con estos calores.
—Haga el favor de dejadme salir, —dijo apurada y angustiada.
Sin embargo, cuando la mujer con todas sus pertenencias le dejo libre la salida
comprobó compungida que no había ni un sitio libre en todo el autobús. Continuó
de pie el resto del trayecto que se le hizo insoportable. ¡Ya estaba cansada y
acababa de salir de casa! Llegó a la peluquería donde trabajaba y se dispuso a
pasar ocho horas de pie. Era buena en su trabajo, tenía muchas clientas fijas y
aunque no lo encontraba fascinante y ni siquiera sabía cómo había llegado a ser
peluquera, era consciente de que se le daba bien. Derrotada llegó a casa al
cabo de diez horas. Sus pies estaban tan hinchados que no encontraba la marca
de los tobillos y la casa estaba tan vacía y silenciosa que no pudo más que
pensar que había hecho lo correcto ocho meses atrás cuando decidió que quería un
hijo en su vida, por lo menos, abría alguien esperándola y alegrando su vida. Se
acarició el vientre mientras el sueño le fue envolviendo.
María tenía treinta años cuando quiso quedarse
embarazada. El padre de la criatura ni siquiera se enteró de que iba a ser
padre. Conocía a María desde pequeño, pero le gustaba viajar y pasó mucho
tiempo deambulando de aquí para allí, era profesor de inglés y por fin decidió
quedarse definitivamente en Londres donde conoció a Sharon y quiso vivir el
resto de su vida con ella. El idilio no pasó de tres años, pero Daniel ya solo
volvería a España de vacaciones. En una de esas vacaciones se encontró con
María y tuvieron una desenfrenada pasión que María aprovechó para realizar el
sueño de ser madre. Daniel volvió a Londres y poco a poco la relación se
enfrió. Cuando nació Amanda ya apenas hablaban y pasaron seis años hasta que se
volvieron a ver. Por aquel entonces María vivía con un músico y Amanda, una
niña rubita y traviesa, se lo quedó mirando con intrigante astucia. Era una niña
especial, sin embargo, y aunque había dado momentos muy felices a su madre,
María no encontraba la estabilidad y seguía buscando sin saber en realidad lo que
buscaba. Amanda creció al lado de su madre, y heredó el gusto por viajar de su
padre, como era natural se interesó por conocerle y María no pudo negárselo. Cuando
Amanda cumplió dieciocho años se presentó en casa de su padre para
traumatizarle con una hija mayor de edad de la que se había perdido toda su
niñez. Amanda solo quería conocerle por lo que como llegó se fue, pero Daniel
ya no pudo ser el mismo, reprochó a María el no habérselo dicho y con cincuenta
años y sin ganas de ver a la madre de la que decía ser su hija se presentó de
nuevo en su casa. Nadie sabe lo que pasó entre ellos dos, pero María quedó de
nuevo embarazada y esta vez llorando se lo contó a Daniel, ya no tenía treinta
años sino cuarenta y ocho y las ganas no eran las misma. Los reproches se
sucedieron y pese a la química que había entre los dos no eran capaces de superarlo.
Cuando el pequeño Lucas cumplió un año su padre volvió a Londres y su madre siguió
buscando lo que sabía ya que nunca encontraría.
Amanda terminó de escribir su primera novela; Lucas tenía diez años y vivía en Londres con su padre; María, más sola que nunca, se dispuso a leer el libro que su hija le ofrecía. Fue en ese preciso momento cuando todos sus rencores e insatisfacciones se disiparon y entendió el verdadero sentido de la vida. La primera frase, que emocionada le recitó Amanda, le hizo darse cuenta de que tan solo era necesario vivir el momento y disfrutarlo siempre.
Amanda terminó de escribir su primera novela; Lucas tenía diez años y vivía en Londres con su padre; María, más sola que nunca, se dispuso a leer el libro que su hija le ofrecía. Fue en ese preciso momento cuando todos sus rencores e insatisfacciones se disiparon y entendió el verdadero sentido de la vida. La primera frase, que emocionada le recitó Amanda, le hizo darse cuenta de que tan solo era necesario vivir el momento y disfrutarlo siempre.