Una historia especial
Cerré el libro con un suspiro de nostalgia. Siempre que
me sentía algo triste o confusa iba a casa de la abuela Isabel y releía su
colección de libros clásicos.
“No digáis que, agotado
su tesoro,
de asuntos falta,
enmudeció la lira;
podrá no haber
poetas, pero siempre
habrá poesía. […]”
Había leído a Bécquer por decimo quinta vez, o quizás
incluso más, y aquellos versos flotaban en mi memoria. Sentía gran predilección
por el Romanticismo, y desde que la abuela había fallecido unos meses atrás,
filosofar se me hacía una tarea necesaria.
Me levanté de la silla de mimbre y me acerqué a la
estantería para colocar el libro, pero en el camino, debido a mi extremada
torpeza y a mi hábito por no atarme los cordones de mis viejas Jhon Smith que
todavía seguía utilizando, tropecé tirándolo por los aires. Distraída como
estaba, pensando aún en los versos de Bécquer me acerqué a recogerlo, y para mi
sorpresa del libro asomaba una carta sin destinatario ni remitente, y una
margarita que debía llevar mucho tiempo escondida entre las hojas para estar
tan rígida y seca, lo cual me resultaba muy extraño, pues a pesar de las veces
que había leído los poemas nunca lo había visto.
No recordaba a la abuela siendo especialmente romántica.
Pamplinas, me hubiera dicho sobre meter una flor en un libro de poemas. Sin embargo,
al sacar el folio que se encontraba dentro de aquel sobre comprobé sin lugar a
dudas que era su letra. Me senté para poder asimilar mejor mi sobresalto y emocionada,
pensando que desde otro mundo mi abuela quería decirme algo muy importante,
comencé a leer.
“Mi
pequeña, Julieta, sé lo mucho que te gustan los libros, sé que cuando yo ya no
esté, vendrás a esta casa y leerás a Bécquer, porque es tu poeta preferido y porque
cuando te sientes triste te sumerges en tu tristeza. Por eso sé que en estas
páginas encontrarás las palabras que te quise decir y que no tuve el valor en
vida. Julieta no debes quedarte aquí, es el momento de que descubras, es el
momento de buscar. Sal de esta casa y vive. Lo primero que me gustaría que
hicieras es que fueras a Sevilla allí seguirás un rastro, mi amiga Felicia tiene
indicaciones para ti. Encontrarás su teléfono en mi listín telefónico, llámala.
En
Sevilla te enamorarás. Es una ciudad fantástica, yo me enamoré entre sus calles
y deseo que encuentres lo maravilloso que la vida te puede dar. Cuando estés allí
todo te irá rodado y descubrirás lo que ahora deseas saber. No nos
precipitemos, todo a su tiempo.
Sé feliz, mi niña”.
¡Qué extraño me parecía todo! La carta no era propia de
mi abuela, ella no solía decir esas cosas, era más bien un poco, cómo lo diría…
Brutota. Y si alguien había metido allí todo
aquello para hacerme una broma. Sería alguien que sabía que iba a casa de la abuela
y que leía a Bécquer, alguien que se querría reír de mí. No era posible, esa
letra era la de la abuela. Me sentía mareada, la boca la tenía seca, el corazón
me palpitaba a mil y el estómago se balanceaba entre un mar de jugos. Me acerqué
a la mesita y busqué en el listín de la abuela el teléfono de Felicia. No sabía
bien qué es lo que estaba haciendo. Comencé a sudar, intentaba pensar qué es lo
que iba a decir cuando me contestaran al otro lado de la línea. Uno, dos, tres,
alguien descolgó el teléfono.
Te busqué en los caminos,
por todas las miradas,
por todos los rincones,
por todas las palabras.
Presa del desaliento
cada larga zancada,
en parques y jardines,
en calles, en terrazas.
Y me mecí en tus sueños,
en sueños de un mañana.
En sueños de otro día,
en esos que me faltan.
por todas las miradas,
por todos los rincones,
por todas las palabras.
Presa del desaliento
cada larga zancada,
en parques y jardines,
en calles, en terrazas.
Y me mecí en tus sueños,
en sueños de un mañana.
En sueños de otro día,
en esos que me faltan.
Continuará…
Después de la conversación telefónica con Felicia me quedé
todavía más perpleja. Mi abuela nunca me habló de que tuviera una amiga tan
joven. Solo conocía de ella su voz, pero no necesitaba más para saber que era
más o menos de mi edad. Tremendamente confusa salí de casa de la abuela
pensando detenidamente en lo que acababa de suceder.
Felicia se alegró
mucho al saber que yo era la nieta de Isabel, hubiera dicho que estaba
esperando mi llamada. A mí me sorprendió que siendo tan buena amiga de la
abuela no hubiera venido a su entierro. En cualquier caso me dijo que nos haría
mucho bien a las dos hablar, que me esperaba en su casa de Sevilla y que en
cuanto llegara algunas de mis incógnitas se aclararían.
Comencé a sentir una emoción extraña, algo así como si en
ese mismo instante mi futuro estuviera en juego. Por un momento pensé que no
podía irme, que dejaba atrás muchas cosas, pero rápidamente me acordé de la
carta de la abuela. Algo muy poderoso debía de pasar para que ella me guiara en
esta aventura y decidí que lo averiguaría por muchos impedimentos que aparecieran.
El primero de ellos surgió nada más llegar a casa. Mi
pareja me esperaba con cara de pocos amigos. Estaba enfadado por lo tarde que llegaba,
lo noté nada más verle, aunque no dijo nada. Se limitó a mirarme para que yo le
diera explicaciones. Pensé que ya estaba bien de tanta tontería y que más tarde
encontraría la forma de contarle todo lo que me había pasado. Pero a la mañana
siguiente me desperté llena de energía y decidí que las explicaciones sobraban.
Preparé una pequeña bolsa de viaje con lo imprescindible y un pequeño libro de
cuentos de Chéjov, una joya, lo único que merecía la pena conservar de aquella
relación. Me lo regaló Valentín al poco de conocernos y con ese detalle me
ganó. Me pareció el chico más interesante de todos los que había conocido hasta
el momento y me enamoré locamente de él. Era tan romántico… Empezando por su
nombre, y sabía tantas cosas… Que caí en sus garras como una tonta. Al poco
tiempo me di cuenta de que ni su nombre tenía ninguna connotación más allá de
su simple denominación, ni su elocuencia y sabiduría eran sinónimo de ninguna
clase de ternura o delicadeza. Últimamente
me preguntaba a menudo que hacía con él.
Antes de emprender el viaje me acerqué a la floristería
donde trabajaba desde hacía tres años junto a mi hermana. A Carlota le encantan
las flores y nos pareció una gran idea ser nuestras propias jefas. La verdad es
que no se nos daba nada mal y me sabía mal dejarla sola al frente de todo, pero
también sabía que ella lo entendería y me apoyaría. Al verme llegar sonriendo
supuso que algo estaba tramando.
—Me voy a Sevilla.
Le solté a Carlota sin el menor preámbulo. Mi hermana, tiene
tres años menos que yo y siempre hemos estado muy unidas, aunque su carácter es
mucho más extrovertido que el mío. Por eso, después de escuchar atentamente
todo lo que me había pasado, se moría de ganas de acompañarme y le tuve que
prometer que le daría todos los detalles de mi encuentro con Felicia.
Tardé cinco horas y media en llegar a mi destino. El
calor era sofocante y estaba tan cansada de conducir que solo pensaba en
asearme y descansar. Lo primero que vi al llegar fue una cancela muy labrada de
la que colgaban hojas de parra que te llevaban bajo su sombra hacia la entrada
principal. Era una casa de pueblo reformada con una amplia planta baja con
cuatro habitaciones, tres de ellas eran
alquiladas por su propietaria, y una buhardilla diáfana donde Felicia impartía
clases de yoga. La casa tenía un pequeño jardín con una piscina redonda junto a
la fachada derecha. La piscina no era muy
grande, aunque lo suficiente para poder refrescarte, para mí el paraíso. La
primera persona que vi fue un hombre. Era moreno fuerte y musculoso, muy
atractivo. Me dijo que Felicia llegaría pronto y que mientras descansara. Me
dio la llave de una habitación y dormí hasta bien entrada la tarde.
Cuando desperté la casa estaba vacía a excepción de mi
anfitriona. No me había equivocado, era muy joven, incluso más que yo, no
aparentaba los veinticinco años que era la edad que yo tenía, y tan dulce y
cariñosa que desde ese mismo instante me alegré de haber ido. Me sentía a gusto, como si
estuviera en casa.
Felicia no sacó el tema de mi visita hasta pasados tres
días. Era media tarde y yo estaba tumbada en una hamaca en el jardín mientras leía
El camaleón de Chéjov. Ella se acercó
con una jarra de té con menta, dejé el libro a un lado y le ofrecí mi mejor
sonrisa. Mientras nos tomábamos el té comenzó a hablar y a medida que
profundizaba en su relato yo iba notando como la tensión se apoderaba de mí.
Sentí con sus palabras otros mundos.
un brillo en su voz aniquilante,y con la mirada dulce, suplicante,
vagué por esos sueños vagabundos.
Y me dejé llevar con trotamundos
a tristes cantinelas, añorante,
narcótico sopor tranquilizante
de los lejanos brotes moribundos .
Tejí deseos, súbita manera
de ser, de sentir, de vivir por fin
con ansia lujuriosa y primavera.
Me abandoné a su baile, volandera,
de esencia más liviana me advertí
saboreando fresca la quimera.
Continuará...
—Eran tiempos difíciles, —comenzó diciendo Felicia— Tu
abuela tenía treinta años cuando llegó a Sevilla huyendo por unos días de un
marido que lo único que quería era una descendencia que no llegaba. Era el
verano del cincuenta y tres y en España ninguna mujer abandonaba a su marido,
ni se le podía pasar por la imaginación. Ella lo sabía, pero se sentía muy desgraciada,
y por eso con la excusa de visitar a un familiar querido que estaba muy mal de
salud, una prima creo que era, vino aquí. La prima existía claro, no se le
hubiera ocurrido una mentira semejante, pero ni era tan querida, ni se estaba
muriendo. Parece que el marido harto de ella decidió dejarla ir y confiar en
que los nuevos aires le trajeran una mujer más fértil.
Escuchaba a Felicia atónita, ¿cómo era posible que una
desconocida supiera esas cosas de mis abuelos? Cosas que yo no conocía. Sin
embargo, preferí no interrumpir su relato y seguir escuchando.
Sucedió poco antes de que tu abuela se fuera. Una tarde
ella se encontraba sentada en el porche de la casa de su prima cuando llegó un
señor. Era mi abuelo Ángel.
Felicia hizo una pausa y me miró muy sonriente. No voy a
entrar en detalles, porque no los sé, —me dijo— pero te lo puedes imaginar. Mi
abuelo y tu abuela se enamoraron como dos adolescentes.
Abrí los ojos desmesuradamente intentando encajar las
palabras de Felicia. Ella continuó.
Pasaron unos días entre Sevilla y Granada alejados de
todos y después ella se fue a Madrid. Creo que no se volvieron a ver y todo
hubiera quedado allí, si no hubiera sido porque mi abuelo en su testamento dejó
a tu abuela una casa que tenía en Santander. Era su refugio, La tenía cubierta
de libros y le encantaba ir por allí a desconectar. Es una preciosa casa en la
costa. El revuelo familiar que eso ocasionó fue descomunal. Tu abuela
renunció a ella a favor tuyo, pero solo podrías disponer de ella a su muerte. A
mí todo esto me causó una gran intriga y visité a tu abuela en dos ocasiones.
La primera fue cuando pasó lo del testamento. Tenía una inmensa curiosidad por
conocer a la mujer que mi abuelo había dejado su gran tesoro y por la que la
familia estaba de uñas, me divertía en extremo. En seguida me di cuenta por qué mi abuelo se
enamoró de ella. Tu abuela era un torrente de adrenalina, pura pasión en todo
lo que hacía. Conectamos muy bien y me
contó toda esta historia y también me dijo por qué rechazaba la herencia a tu favor.
Cuando Isabel volvió a su casa con su marido se dio
cuenta de que estaba embarazada, no dijo nada y siguió con su vida. Mi abuelo
nunca lo supo, tampoco se puso nunca en contacto con ella. Isabel nunca quiso
que os enterarais, pero se dio cuenta de que el destino era poderoso y que teje
sus finos hilos a su antojo. Ese regalo debía ser para ti. Así me lo explicó. Parece
que te gustan los libros, ¿no?
En este punto mi corazón palpitaba a mil solo de imaginar
esa inmensa biblioteca. Pero había algo más, Felicia me había dicho que había
visto a mi abuela en dos ocasiones, ¿Con qué motivo había sucedido la segunda?
¿Por qué no me hablaba de ello? Tenía muchas preguntas y no pronuncié ninguna.
No te emociones en exceso, —prosiguió Felicia— en aquella
visita tu abuela me pidió el favor de que me encargara yo de esa casa hasta que
ella muriera y entonces tú te enterarías de todo. A mí la casa me importaba muy
poco y cuando mi primo Asier quiso ir por allí, le dejé el campo libre. Ha
estado usando la casa como estudio para crear sus obras. Es escultor y lo tendrá todo
patas arriba. Yo desde que me llamaste y supe que ibas a venir he intentado
hacerle entender que la fuera vaciando, pero él lo ha ido dejando pasar y ahora
está aquí, creo que lo conoces, fue él quien te recibió el día que viniste. —Enseguida
repasé mi memoria encontrando al hombre fuerte y moreno que me abrió la puerta— El caso es que quería conocerte y llevarte personalmente allí. Una vez lleguéis
se ha comprometido a desalojarla aunque sé que no le será fácil, —Felicia rió a
carcajadas— está un poco pirado, dice que está unido a esa casa por no sé qué
historia, bueno, ya te enterarás, no son más que tonterías, y que si no está en
ella le es imposible crear. —Ahora mi narradora suspiró— Bueno, querida, espero
que no te dé mucha guerra, es un poco excéntrico, pero no es mala persona.
No me gustaba nada lidiar con un heredero que además era
mi primo, un primo al que acababa de conocer. Tener que pelear por algo que la
vida me ofrecía con alguien que sentía que era por derecho el dueño me producía
vértigo. Cogí aire y exhalé lo más
profundo que pude.
El camino es muy largo.
Las palabras son cortas.
Tu mirada furtiva.
Mi gesto amargo.
Siento emociones diferentes.
La enervante sensación de lo desconocido
se pelea con la angustia de la lucha.
Durante las largas horas de tensión,
a mi alrededor, todo el paisaje cambia,
con él tú.
Te observo a hurtadillas mientras dices mi nombre
y aunque odio temblar, tiemblo.
Los demonios me acechan e irremediablemente
me rindo y caigo.
Las palabras son cortas.
Tu mirada furtiva.
Mi gesto amargo.
Siento emociones diferentes.
La enervante sensación de lo desconocido
se pelea con la angustia de la lucha.
Durante las largas horas de tensión,
a mi alrededor, todo el paisaje cambia,
con él tú.
Te observo a hurtadillas mientras dices mi nombre
y aunque odio temblar, tiemblo.
Los demonios me acechan e irremediablemente
me rindo y caigo.
Continuará...
Sí, ya lo sé, debí
de haber hecho caso a Carlota, como casi siempre llevaba razón, pero no podía
pararlo. Cuando decidí emprender esa aventura no tenía en mente amedrentarme al primer inconveniente, no era
lógico. Me arriesgué a hacerlo con todas
las consecuencias. Es cierto, la abuela vivió su vida, y nosotras debíamos
llevar nuestro propio rumbo. Ahora lo sé. Pero en aquel momento estaba cegada y
por más que leía su carta intentado deducir de sus palabras pistas sobre cómo
actuar, más perdida estaba. No sabía qué hacer con aquella nueva familia que se
me presentaba y, si la abuela había querido que yo fuera la dueña de esa casa,
por algo sería. En fin, me fui con Asier a Santander, bueno, sería más idóneo
decir que me fui con Asier hacia Santander, porque no llegué con él. Como tengo
un pánico atroz a los aviones y en vista de que había ido a Sevilla en mi coche
la única condición que puse para marchar con un desconocido a no sabía dónde,
fue hacer el camino en mi vehículo. Nunca en mi vida un viaje se me había hecho
tan largo. Le propuse que paráramos un par de días en Madrid, ya que a mí me apetecía
pasar por casa. Aunque había informado con todo detalle a mi hermana sobre mi
viaje a Sevilla y ella me había dado su opinión, quería verla y quizá que me
dijera a la cara lo que ya sabía. También coger algo de ropa. Asier se negó a
acompañarme, me dijo que continuaría el viaje desde Madrid, que no podía perder
dos días más. Me escribió la dirección exacta de la casa en un clínex y se
marchó, supongo que tan feliz como yo por no continuar conmigo el resto del
viaje. No me pareció extraño, es más, pensé que era lo mejor, en vista del
suplicio que estaba siendo la llegada a Madrid. No encontraba el momento de
quedarme sola, además hubiera sido muy violento presentarme en casa con él puesto
que dejé a Valentín sin una sola palabra y eso me tenía un poco preocupada. No
sabía cómo podía haber reaccionado, quizá se hubiera ido sin más, o quizá
estuviera esperándome para aclarar las cosas. Para mi alegría, cuando por fin
llegué a mi piso lo encontré muy vacío.
Valentín había desaparecido y no quedaba ni rastro de él ni de nada que me lo
relacionara, simplemente parecía como si se hubiera evaporado. Me sentí muy
bien. Me preparé un bañó y me dispuse a dormir, pero aquella noche me costó
conciliar el sueño, estaba tan cansada que no era capaz de relajarme. Me
hubiera quedado hasta bien entrada la mañana entre las sábanas, pero sonó el
timbre, miré el reloj y no eran más de las nueve de la mañana. Una corazonada
me hizo levantar de un salto y volar a la puerta. Dos policías peguntaron por
mí, querían interrogarme. Asier había sido apuñalado en plena calle, de
madrugada. Después de aquello me quedé muy nerviosa, pensé llamar a Felicia,
pero no hizo falta, el teléfono sonó acelerando mis latidos al tiempo que
reparé en un libro que estaba sobre el sillón en el que me disponía a sentarme,
Cuentos policiacos de Edgar Allan
Poe. Lo levanté con cuidado, estaba abierto sobre un cuento en concreto, “la
carta robada”.
No me gusta la salida.
Tu destello ceniciento
simuló con un embate
un sonido lastimero.
Yo busqué entre las nubes,
perdida entre los regueros
tu presencia que habitaba
volteando en mi cerebro.
Ínfima canción de filo
que lucha por devolvernos
esa risa de indigente
frágil como nuestro cuerpo.
Tú no puedes hundirte
yo espero que a tu regreso
la fortuna carambola
nos diga lo que seremos.
Contiunará...
Hay momentos en los que no quieres consejos y todo lo que
te digan está de más porque por fin sabes perfectamente lo que debes hacer. Yo
estaba viviendo uno de esos momentos. Mi familia, después de lo que le había
pasado a Asier, no quería siquiera que fuera a esa casa. Me aconsejaron que
renunciara a ella. Su argumento era que me había encontrado con una situación
que no me pertenecía, yo no pertenecía a esa gente, ni a esa casa, ni a ese
lugar, pero algo dentro de mí me decía que eso no era cierto. Mi hermana me
imploró que no fuera a Santander, que no conociera la casa, que no preguntara
por Asier. Pero ya era tarde para eso, ya estaba metida de lleno y no era capaz
de actuar como si nada hubiera pasado. En el momento en el que los policías me
pusieron en aviso, decidí ir a ver a Asier. Nada ni nadie podría impedírmelo,
por ello, viendo mi tozudez, Carlota se empeñó de manera rotunda en
acompañarme. No supe decirle que no, después de todo, serían unas pequeñas
vacaciones juntas, no más de una semana, me prometió. Y nos dirigimos con la
dirección que me dio Asier y un mapa de la zona, a la casa de la playa.
Carlota estaba
nerviosa y no paraba de hablar, tuve que hacer varias paradas para que fuera al
baño, el pis de los nervios, decía ella. A mí me costaba seguir su conversación,
me encontraba distraída, ausente, tanto es así que me lo hizo saber unas
cuantas veces. La carta, no podía dejar de pensar en la carta. La coincidencia
del libro de Poe quizá no fuera casual y alguien quisiera decirme algo, ¿sería
realmente la carta de la abuela la que yo encontré o era una falsificación? De
repente lo vi claro, alguien muy cercano a mí me aportaba las pistas que quería
que viera, pero… ¿Quién? Me invadía la inquietud y me estaba obsesionando con
la idea de que como en el cuento de Oscar Wilde El imán, no fuera yo la que me sintiera arrastrada, sino que fueran
otros los que intencionadamente me atrajeran hacia no sabía dónde.
Por fin llegamos a Santander. Serían las once de la noche,
Carlota y yo nos quedamos estupefactas, la casa estaba en un entorno idílico
para mí, para Carlota, terrorífico. Se encontraba entre acantilados en medio de
vegetación. Por la mañana lo veríamos mejor, pero a primera vista aquello era
un lugar idóneo para perderse, me sentí un poco más cerca de Asier y entendí
por qué amaba aquella casa. La fachada, toda acristalada, se mezclaba con una
mínima estructura de madera pintada de blanco y el tejado abovedado ya daba
muestras, sin verlo, de la gran altura de los techos. Las luces estaban
encendidas y una mujer nos miraba sentada en un sillón en el porche. Como me
había dicho por teléfono, cuando yo llegara ella me estaría esperando, era
Felicia. Su cara había perdido la serenidad que tenía en Sevilla, parecía
cansada, las ojeras se le pronunciaban llamativamente.
Las preguntas me asaltaban a borbotones. —¿Qué ha pasado?
¿Por qué? ¿Qué significaba todo aquello? ¿Cómo estaba Asier?
—Para, para, —me dijo ella— iremos poco a poco. Entremos dentro y dejad
vuestras cosas, parece que refresca un poco.
Vestía unos vaqueros y una toalla cubría sus hombros,
cuando entramos en la casa se la quitó y dejó ver una camiseta de tirantes,
blanca y ajustada. Me llamó la atención los moratones que tenía en los brazos y
le pregunté que le había pasado.
—¿Por esto? —Me
dijo señalándose las marcas—. —No es nada.
La casa, aunque pequeña, era por dentro aún más bonita
que por fuera. Entramos en una habitación diáfana con diferentes estancias; la
cocina con su pequeño office detrás
del ventanal izquierdo y un salón con
una pequeña zona de lectura detrás del ventanal derecho. Estaba deseando ver la
biblioteca que me dijo Felicia en Sevilla que tenía. Nos condujo a una
habitación en la que había dos camas. Había otra habitación, la que
ocupaba Asier y ahora Felicia. Me llamó la atención la pulcritud y el
orden en que se encontraba todo para ser
el refugio de un artista. Miraba a mi alrededor y no veía ni esculturas ni libros. Felicia intuyó lo que
pensaba y me señaló unas escaleras, bajamos en silencio y cuando vi aquello
intuí de nuevo que estaban jugando
conmigo. Montones de libros se amontonaban sin ningún tipo de orden en un
rincón de aquel sótano. Al otro lado las esculturas de Asier se mostraban
descaradas. Piezas de madera de todas las formas y tamaños, sobresaliendo de la
pared a modo de estanterías se mezclaban con metacrilato translúcido, escayolas
o espejos. También había dibujos por todas partes e incluso fotografías. Yo no
entendía de arte y aquello me pareció excéntrico y singular aunque algo dentro
de mí me decía que lo habían puesto precipitadamente hacía muy poco tiempo. Subimos
de nuevo al salón.
—Qué tal está tu primo, —dije a Felicia marcando las
distancias—
—Está fuera de peligro, ha tenido mucha suerte, perdió
mucha sangre, pero han logrado estabilizarle.
—¿Por qué y quién le hizo eso? —Me atreví a preguntar
descaradamente.
Felicia suspiró profundamente al tiempo que se desplomaba
en el sillón.
—Me encuentro agotada, sabes, Julieta, mañana mismo me
encargaré de que desalojen todo lo que Asier tiene por aquí y saldremos de tu vida,
pero antes de nada debemos ir al notario y formalizar la herencia.
—No entiendo nada, pero lo que creo es que me habéis
traído aquí intencionadamente por alguna razón que desconozco.
Felicia se sobresaltó y me miró detenidamente.
—¿Por qué haríamos una cosa así?
Un grito de Carlota nos hizo parar la conversación y
mirar hacia ella, parecía que hubiera visto un fantasma.
Destello de tu
luz entre la noche
que marca mi camino hacia tu lado.
Me arropas con el ansia de sentirte
en múltiples veranos que vendrán.
Naciendo en el refugio de tus ojos,
el nuevo día lleno de esperanza
me trajo, como parte del desierto,
calor y frío, dunas en el mar
que mezcla incertidumbre con la calma.
Y cuando todo puede ser incierto…
No hay más certeza que saber a sal.
Contiunará...
¡No
me lo podía creer! Carlota disimulo lo mejor que pudo delante de Felicia y solo
cuando nos quedamos solas me confesó quién era la persona que había visto a
través de la ventana y que le hizo sobresaltarse. Me quedé desconcertada.
Aquella
noche dormí poco y mal. Tuve pesadillas, recuerdo que en una aparecía Valentín
y Felicia. Estaban en la casa y ya se conocían. Se me acercaban sonriendo.
Querían convencerme de que eran mis amigos, de que todo estaba bien. Entonces
aparecía otra mujer, alguien que yo no
conocía, y me decía que no eran de fiar.
Debí
quedarme dormida de madrugada y a eso las nueve de la mañana desperté. Salí de
la habitación y me encontré a mi hermana hablando amistosamente con Felicia. Parecía
que se estuvieran haciendo amigas, aquello no me gustó. Tenía un mal presagio.
Sabía que debía estar alerta, porque allí estaba pasando algo muy raro, sin
embargo, intenté aparentar tranquilidad. Agradecí el desayuno que mi prima me
ofrecía y bromeé con ellas sobre nuestro nuevo parentesco. Felicia estaba
especialmente amable, nos dijo que ella iba a ver a Asier, pero que nosotras
podíamos quedarnos allí y descansar. Estaba previsto que fuéramos a las cinco
de la tarde al notario, ella vendría una hora antes a buscarnos y la casa ya
sería oficialmente mía. Asentí y cuando
nos quedamos solas, me precipité como una loca. Le conté a mi hermana el plan
que había estado rumiando toda la noche y me dispuse a seguir a Felicia.
Esperaba protagonizar una película de detectives, y me vi desilusionada cuando
la vi entrar en el hospital. Esperé pacientemente durante las dos horas que
tardó en salir y casi me ahogo del susto al ver como un hombre se dirigía hacia
ella y de un empujón la metía en el coche. No podía ser, mi hermana no se había
confundido cuando la noche anterior dijo que había visto a Valentín en el
jardín de la casa, aquel hombre era él. Me temblaba el cuerpo y me sentía
incapaz de seguirles, dudaba ya hasta de que Asier estuviera en ese hospital.
Entré para asegurarme y efectivamente, alguien que respondía a su nombre se
encontraba allí. Vacilé por unos momentos, no acababa de convencerme la idea de
entrar a verle y aunque mi sentido común me decía que no, que podía ser
peligroso, la adrenalina que corría por mi cuerpo en aquellos momentos se
estaba apoderando de mí y me hacía ser irresponsable, osada. Subí a la planta quinta
y llamé despacio con los nudillos. Me adentré con sigilo en la habitación y miré
en derredor en busca de una cara conocida. Faltaba una cama y el compañero de
habitación me dijo al comprobar mi gesto de sorpresa que a Asier se lo habían
llevado para hacerle unas radiografías. Pensé que aquello era lo mejor, una
señal, si el destino lo alejaba de mi vista quizá fuera porque era preferible
no verle. Pero apenas me di media vuelta cuando apareció una cama rodante en la
que vi un rostro conocido, pálido y con una mueca de sorpresa.
—¿Qué haces aquí? —Me dijo imitando una falsa
sonrisa.
—La verdad es que
no lo sé. —Le contesté yo al límite de mis fuerzas.
Suspiró y cerró
los ojos al tiempo que se le escapaba de la boca mi nombre.
—Julieta, me vas
a traer problemas.
Yo estaba
temblando, no sabía lo que hacía allí, no entendía nada, pero quería
respuestas.
—Asier, no has
querido ser mi amigo, desde que nos conocimos has estado huidizo y esquivo
conmigo, nunca hemos hablado y me gustaría que me explicaras ahora qué es lo
que está pasando porque tú estás muy metido en todo esto.
Me hizo un gesto
con la mano indicándome que me acercara, me senté en la cama. Asier me acarició
la mano y me dijo al oído, eres muy ingenua, no debes firmar nada.
Salté de la cama
de un salto y él me hizo un gesto con el dedo índice en sus labios indicándome
que guardara silencio.
Me di media
vuelta y salí de allí. Mientras me dirigía a la casa lo único que iba pensando
era si recogía mis cosas y me marchaba de allí o si me preparaba para un teatro
y en el último momento decidía no firmar. Decidí que llegaría hasta el final y
descubriría qué significaba todo aquello.
Encontré a
Felicia nerviosa como la noche anterior. Yo hice esfuerzos por aparentar
tranquilidad y me enfrenté a ella directamente.
—Felicia, cuando
nos conocimos me dijiste que habías visto a mi abuela en dos ocasiones, la
primera me la contaste, cuando murió tu abuelo fuiste a verla, ¿y la segunda?
Mi gesto era
serio, duro, incriminatorio.
—Veo que eso te
intriga mucho, no te cansas de preguntar, sin embargo, no debes darle tanta
importancia. Simplemente fui a verla a su entierro, tú no reparaste en mí
porque estabas muy afectada, pero yo estuve allí.
Me acerqué más a
ella y ahora, yo no parecía yo, la arrinconé y la interrogué Irónica y
sarcástica.
—¿En serio? ¿Y no
serías tú por casualidad quien puso la carta en el libro de Bécquer? ¿Quizá
imitaras la letra de la abuela para que fuera más creíble? ¿Y aquella historia
de amor que me contaste entre nuestros abuelos…? ¿Era falsa verdad? ¿Sabes lo
que creo? Que todo es falso y que tú no eres más que una vulgar mentirosa.
Felicia se
derrumbó y comenzó a llorar.
—No puedo más con
esto —me dijo— vete de una vez, sal ya de nuestras vidas porque no nos estás
trayendo nada bueno.
No esperaba
aquello, me desarmó y me quedé desvalida. Pensé, incluso, que todo aquello lo
pudiera estar provocando yo. Recordé el cuento de
Gabriel García Márquez Algo muy grave a va a suceder en este pueblo y me pregunté si todo aquello no fuera más que
producto de mi imaginación, pero no, no era el caso. Reaccioné y un poco más
calmada me separé de ella.
—Felicia, yo solo
quiero saber la verdad, ¿dime que está pasando?
Ella me miraba
entre la sorpresa y el enfado. Continué hablando
—Hoy te he
seguido y he visto como mi ex novio te metía a empujones en el coche y te ibas
con él. Para mí esto es muy extraño.
Su gesto cambio
súbitamente, ahora era el miedo el que cubría su cara.
—No debes estar
aquí, ya me inventaré algo, es peligroso.
—¿Qué es
peligroso? ¿Valentín?
—Tú no lo
entiendes, Julieta, tú no entiendes nada.
Quise buscar una senda que me devolviera la vida.
Quise buscar un cambio entre los campos de amnesia.
Quise buscar tu llamada lejana, perdida entre el azahar.
Sentí que estaba cerca y me aproximé despacio.
Quise seguirte y para ello desvalijé mi nombre.
Quise seguirte y por ello bebí de la taza más pesada.
Quise seguirte y con recelo me acerqué a tu lado.
Sentí que lo estaba logrando aunque tus pasos no eran los
míos,
Quise olvidar e idealicé tu vida y los momentos pasados.
Quise olvidar y respiré el aroma, no sé si el tuyo o el que yo
ansiaba.
Quise olvidar y me olvidé de pensar.
Sentí la incertidumbre, noté el peligro envuelto en aire
fresco.
Quise balancearme en el muelle de tu aliento y perdí el
equilibrio.
Quise abrir los
ojos para no caer y encontrarme de nuevo.
Quise inventarme
fuera de ti, entre los elásticos hilos de mis besos pasados.
Sentí el impulso de una musa guiando mis pasos
y al sacudir el yugo de mi conquista,
sentí superación.
Contiunará...
Entonces lo comprendí.
La abuela no me había escrito, no tenía una historia
maravillosa que contar, la ilusión de una niña romántica me había llevado al
más puro abuso. Era víctima de una estafa, del engaño más vil. Cuanto más me
daba cuenta de lo inocente que había sido, más dolida me sentía. ¿Por qué había
confiado de aquella manera? Yo conocía a mi abuela, sabía que aquello no era
propio de ella, nunca me hubiera hablado en esos términos, y sin embargo, le
imitaron tan bien la letra… No quería estar allí ni un minuto más. Me fui a la
habitación a por mi maleta, pero la puerta se me resistía. Empujé con todas mis
fuerzas y no conseguí abrirla. Me daba lo mismo, me iría sin mis cosas, lo
importante era salir de esa casa cuanto antes porque estaba segura de que todo
aquello lo había montado Valentín en una trama macabra. No me sentía dolida por
ello, pero sí por mi inocencia. Era tan confiada, tan soñadora… Una ráfaga de
luz llegó a mi mente y me di cuenta de que Carlota no estaba por allí. Comencé
a buscarla, gritaba su nombre como posesa. La puerta atrancada, mi hermana
desaparecida, y Felicia… Me dirigí a ella y ya no la encontré. Estaba sola en
aquella casa. Por suerte tenía las llaves del coche en mi bolso, las busqué con
ansia y me marché sin mirar atrás mientras las lágrimas resbalaban por mi cara.
Había perdido lo más importante para mí, a mi hermana.
Pasaron mil ideas por mi cabeza, ir a denunciar su desaparición a la policía, no, todavía era muy pronto, no habían pasado
ni veinticuatro horas de su ausencia, me mandarían de vuelta a casa. Ir al
hospital y hablar de nuevo con Asier, era el único que me daba confianza, pero
recordé lo intranquilo que estaba con mi presencia y no quise ponerle más en
peligro. Conduje durante horas sin rumbo mientras mis pensamientos se amontonaban
en mi cabeza hasta que me fui calmando. Lo más sensato era volver a la casa de
la playa y esperar tranquilamente los acontecimientos. Eran las tres de la
mañana cuando llegué de nuevo. Desde el coche podía ver el resplandor de una
luz, posiblemente era una de las lámparas que había en un rincón de lectura del
salón. No recordaba haber dejado ninguna luz encendida cuando salí, pero
también es verdad que lo hice muy precipitada y alocadamente, por lo que podría
ser posible que no me hubiera dado cuenta. La casa estaba en silencio. Me preparé
una tila y decidí echarme un rato, sabía que me sería imposible dormir, pero
aún así, necesitaba descansar.
Me pasé dos días sin ninguna noticia, sola en la casa. Me
limitaba a ir y venir, deambulaba por el pueblo, paseaba por la playa, meditaba
sentada frente al mar intentando buscar sentido a todo aquello, hasta que ya no
pude más y al tercer día fui a denunciar la desaparición de Carlota. Conté toda
mi historia al policía que me tomó declaración y para mi sorpresa me dijo que
yo no podía estar en esa casa.
—Siento decirle, señorita, que usted parece haber sido
víctima de una estafa. Ya no saben que inventar. Reconozco que la suya es una
estafa meditada, pero por suerte les descubrió antes de que la pudieran llevar
a fin.
—Pero, ¿cuál sería el objetivo? —Estaba atónica, no
entendía nada de todo aquello.
—El objetivo está muy claro. Usted llegaría a firmar los
documentos ante un falso notario y en el último momento surgiría algún
problema, la casa tenía una deuda de la que usted debía hacerse cargo o algo
por el estilo. Llegados a ese punto lo más probable es que cansada y ante una
cifra muy inferior al precio de la casa, usted se hiciera cargo allí mismo y en
ese momento cada cual desaparecería sin dejar rastro.
—Pudiera ser cierto lo que me está contando, pero hay
demasiados cabos sueltos. Mi hermana ha desaparecido y en el hospital hay un
hombre que forma parte de este asunto desde el principio.
—Investigaremos sobre eso, pero tenga en cuenta que será
difícil probar algo fehaciente ya que carece de pruebas. Solo contamos con su
palabra que no dudo de que sea veraz, pero también podríamos estar hablando con
una mujer fantasiosa.
Me llamó fantasiosa por no decir loca y se quedó tan
ancho, después me pidió la llave de la
casa y para terminar me aconsejó que me olvidara del asunto y que volviera a Madrid sin preocuparme por mi hermana, que ya era mayorcita y sabría volver sola.
Humillada, y más desorientada que nunca salí a la calle, intentando
poner mis ideas en claro. Me senté en un banco, a mi lado se encontraba una mujer
que leía, se trataba de un cuento de Ana María Matute, Música. Aquello me trajo muchos recuerdos y cansada me fui a un
hotel donde intentar relajarme y a ser posible quedarme hasta encontrar a Carlota.
Carlota era en realidad la hija del marido de mi madre.
Mi madre y el padre de Carlota se casaron cuando nosotras teníamos cuatro y tres
años respectivamente, por eso, aunque no fuéramos hermanas biológicas, lo
éramos a todos los efectos. Quizá ese fue el motivo por el que no me extrañó
que la abuela me hubiera dejado la herencia de la casa solo a mí. Pensé que si
era una herencia de mi abuelo, quizá fuera lógico. Ahora estaba segura de que
mi abuela nunca hubiera dejado al margen a Carlota, ya que aunque no fuera su
nieta la quería tanto como a mí. ¡Cómo pude ser tan estúpida y pensar algo así!
Mientras ponía poco a poco orden a mis ideas me di una ducha. La situación
requería que me encontrara espabilada, debía mantenerme alerta si quería averiguar
la verdad. Había llegado el momento de
visitar de nuevo a Asier.
Las huellas de un pasado, ahora presente
marcaron lo que soy y lo que fuiste.
Nada acaba, a pesar de todo
y todo empieza en el momento en el que se decide.
Que sentí, sí, no lo niego,
al tiempo que me acerqué demasiado a una piel
que no era mía.
Liberada de esa venda, percibo otra mirada,
la de saberme libre para no ser más que yo misma.
Continuará…
No me hizo falta
llegar al hospital. En la recepción del hotel me di de bruces con Asier. Se
acercó bruscamente a mí y atropelladamente me dijo que recogiera mis cosas y
pagara la cuenta del hotel. —Te espero dentro de media hora en la cafetería de
enfrente—. Concluyó, y desapareció tan precipitado como había llegado.
A la hora
acordada, salí del hotel y busqué con la mirada el local en el que me reuniría
con Asier, pero sentí un susurro a mi espalda que me decía que no mirara y
continuara despacio hasta el coche gris que teníamos enfrente. Reconocí la voz
de Asier, pero no vi su cara hasta que
ya estábamos dentro del vehículo. ¡Asier! Grité. Me tapo la boca con su mano y
me dijo que no volviera a gritar. Estoy aquí para ayudarte me susurró al oído.
Cállate y no preguntes nada hasta que lleguemos a nuestro destino. Ahora él
conducía y yo era la que obediente ocupaba el asiento del copiloto. Me sentía
bien, con Asier de mi lado tenía una gran baza ganada.
Me relajé e incluso me dormí hasta que Asier
me avisó de que habíamos llegado a nuestro destino. Era la casa de un familiar,
me dijo. Subimos las escaleras y entramos en un piso. Mi mente no paraba de
crear preguntas, pero solo le dije angustiada:
—¿Qué está
pasando?
—Julieta, no voy
a engañarte. Quiero contarte la verdad, es muy injusto todo lo que te está
sucediendo. Empezaré por el principio. Veras… —Asier, parecía nervioso, se
tocaba el pelo, sudaba, no sabía cómo empezar.
— Empieza a decirme
dónde está mi hermana.
—Eso no lo sé. A
ver, Julieta, mi prima a veces es un poco alocada, pero no es mala y yo… Lo
único que tengo son deudas, cuando me ofrecen dinero por algo no hago muchas
preguntas, pero no había que hacer daño a nadie, esto era como un juego. Mi
prima me dijo que teníamos que traerte aquí, que… Ella es quién te tiene que
explicar todo, pero ese amigo tuyo es peligroso. Supongo que se enteró de que
tu abuela, Isabel, tenía relación con nosotros, no la que te ha contado Felicia,
es otra la causa. Debes ir a ver a tu madre, ella te contará. Valentín llegó un
día a Sevilla para liarlo todo. Nos comió la cabeza, envenenando a mi prima y a
mí, me ofrecieron dinero por ayudarles. ¡Joder, el puto dinero!… Pero ya estoy
harto, esta misma noche me voy de aquí, voy a empezar una vida nueva.
Me enseñó un
billete de avión, sin embargo, no vi el destino. Yo no sabía lo que sentía, ya
no estaba enamorada de Valentín, pero aquella traición me dolía porque yo había
confiado en él.
—Y, ¿por qué me lo
cuentas?— Le dije escéptica, preguntándome en quién podría confiar.
— Porque no te lo
mereces, ya te lo he dicho, porque me arrepentí, no quería continuar con el
plan. Yo no soy así. Sí, Julieta, yo no estaba muy convencido con toda esta
historia y en nuestro viaje desde Sevilla, no quise intimar demasiado contigo,
pero lo poco que conocí de ti encontré a alguien sensible.
Le corté.
—sensible, romántica,
despistada, inocente…Uffff.
Me miró con ojos
de gato, buscando quizá lo que yo no sabía que tuviera dentro. Me gustaba su
mirada. Aquellos ojos me estremecían y me hacían sentir el universo entero.
—No te preocupes,
por mi parte solo quiero encontrar a mi hermana y olvidarme de este episodio.
Él me acarició
despacio la cara, los labios y me los besó suavemente, no sabía qué pensar,
estaba muy confusa, Asier era como un imán que me atraía sin yo querer y en ese
preciso instante, sonó el timbre. Él se sobresaltó y me miró temeroso, no
parecía tener intenciones de moverse del sitio y entonces fui yo. Me levanté
dispuesta a abrir la puerta, pero se
abalanzó sobre mí y me tiró al suelo, me agarró el rostro con sus dos manos y
me susurró —no les escuches, Julieta, te
estoy diciendo la verdad, todo lo que te he dicho es verdad.
Sus gestos, su
mirada, mi corazón, mi instinto me decía que le creyera, que me decía la
verdad, pero luché por desasirme de él mientras el timbre seguía sonando cada vez
más insistente y lo único en lo que pude pensar fue en el cuento de Emilia
Pardo Bazán, Arena.
Perdida la
confianza
me ahogaba entre
aquellos brazos
en los que quise
encontrarme
y en los que me
lamentaba.
Quise perderme,
segura,
y me escondí de
tus ojos,
de tu mente, de
tu cuerpo
del mío, de toda
lucha.
Quise perderme y
no supe
a dónde me
dirigía.
Continuará...
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