Fotografía de Paola Peinado Podéis buscarla en Instagram @paola.peinado |
Llegué una noche de verano lluviosa. Me estaba
esperando un coche destartalado justo donde acababa la carretera y comenzaba el
camino y lo primero que sentí fue miedo. No por lo que me pudieran robar, ya
que era bien poco lo que llevaba, pero sí por dónde iría a parar, qué me
mandarían hacer, cómo iba a ser mi vida durante el mes que duraría aquella
aventura en la que me había embarcado. Acababa de dejar muchas cosas para
trabajar como voluntaria en un hotel de Escocia perdido entre la vegetación y
cuyo pueblo más cercano, Crail, estaba a unos cuantos kilómetros.
Aquella
primera noche, sin embargo, no pasó nada fuera de lugar. Cuando llegué me
dieron las llaves de una habitación destartalada, pero limpia y poco más. No
pude apreciar la belleza del lugar hasta la mañana siguiente. Todo parece mejor
por la mañana y aquello no solo lo parecía, sino que era maravilloso. Estábamos
en medio de la naturaleza, cerca de un bosque. Desde el principio sentí algo
especial por aquel lugar. Sí, he de reconocer que me comencé a enamorar, pero
¿cómo no hacerlo? Esa mañana, después de desayunar una taza de té con scones, tostadas de mermeladas caseras y
fruta variada, fui conociendo a mis compañeros y a los que trabajaban de forma
oficial en el hotel. La mayoría de los voluntarios eran chicos y chicas jóvenes
y estaban allí porque era una manera de practicar inglés sin tener que gastar
demasiado dinero; otros, porque simplemente era una forma de viajar diferente y
divertida. Yo, bueno, digamos que era una asignatura pendiente y quizá el hecho
de haberlo tenido difícil fuera lo que me diera más fuerza para hacerlo.
No
puedo decir que lo pasara bien desde el principio. Los días se iban sucediendo
sin más, yo trataba de involucrarme en las tareas que me asignaban como
voluntaria, pero por las noches cuando estaba sola en mi habitación no podía
remediar llorar hasta quedarme dormida.
Poco
a poco comencé a intimar con Marc, Yanis y Anke. Los dos primeros eran unos
chicos franceses, amigos de la infancia que habían ido juntos como despedida de
juventud. Marc se iría a trabajar a Gales y Yanis se iba a casar con su novia
de toda la vida a la vuelta. Recuerdo que me sorprendió mucho porque me parecía
muy joven para casarse. Anke era una chica alemana con la que compartía muchos
puntos de vista. Las dos habíamos hecho carreras similares y teníamos opiniones
parecidas en muchos aspectos. Los tres eran divertidos y pronto hicimos muy
buenas migas y nos convertimos en inseparables. Algunas tardes cenábamos fish and chips en Crail, el pueblo
pesquero cercano al hotel. Nos encantaba ir andando, aunque el camino era
largo, eso suponía más tiempo de diversión. Eran unas tardes de verano frescas
en las que paseábamos por las calles del pueblo. Me gustaba recorrerlo
despacio, sin prisas, junto a Marc, Yanis y Anke.
Recuerdo
un día en especial. Todo el grupo de voluntarios nos acercamos a Crail. Era una
tarde en la que los habitantes del pueblo abrían sus puertas a los visitantes y
nos enseñaban su arte. El pueblo entero parecía que era artista, todos exponían
sus obras y algunos nos ofrecían champán. Me pareció sorprendente ver tantas
pinturas, cerámicas, bordados y flores adornando las fachadas, los balconcitos,
las entradas, las puertas. Era fascinante y el olor y el color creaban esa
mezcla que consigue que te embriagues sin una gota de alcohol. Una señora se
acercó a mí y me regaló una maceta en la que unas flores de colores morados
lucían espléndidas y otras de color rosa despuntaban por salir. Eran lilas. Yo
no estaba muy acostumbrada a recibir regalos y menos de desconocidos por lo que
no sabía qué hacer a excepción de sonreír. Por otra calle unas parejas bailaban
y animaban a los espectadores a bailar con ellos. Yanis me guiñó un ojo y me
agarró por la cintura. Comenzamos a bailar.
Nunca he tenido oído para la música, ni sentido del ritmo y aquello me
hacía reír porque sabía que no lo hacía bien, pero me daba igual. No me importaba
dar vueltas en el sentido contrario y sentir que la vida era eso, un baile en
el que te puedes equivocar, pero en el que no puedes dejar de bailar.
Supongo
que nada es eterno y que también aquello tenía que terminar. Todavía sueño con
esos momentos tan bonitos y no puedo dejar de sorprenderme porque aquello que
comenzó como algo muy doloroso acabara convirtiéndose en lo mejor que me había
pasado.
Alzo
la vista por encima de mi ordenador y lo veo, ahí está, desaliñado como
siempre, con el aire juvenil que tenía cuando lo conocí. Y le pregunto:
—Yanis,
¿por qué no volvemos un día de estos a Escocia?
Yanis me sonríe y asiente porque sabe que ya
no volveremos a vivir lo mismo. Yo también lo sé y sé que seguiremos dando
vueltas en sentido contrario porque así es como nos gusta bailar.
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