Bella y radiante, así la encontré después de tanto tiempo. A decir verdad, cualquiera hubiera estado espectacular si lo comparaba conmigo. Yo por aquel entonces no era ni la sombra de lo que había sido. Mi peso había aumentado considerablemente, mi melena negra y vigorosa yacía en las fauces del pasado, mis ojos ahora estaban adornados por múltiples arruguitas y bueno… Para que contar más, me pilló en un momento bajo, y cuando digo bajo me refiero a todo. Estaba pasando por un mal momento, me acababan de despedir del trabajo y mi autoestima estaba por los suelos. Me alegré enormemente de verla y ella estaba tan animada que me desconcertó.
Se acercó a mí con total naturalidad, como si hiciera tan solo unos meses que no nos viéramos, a pesar de que hacía ya muchos años de eso y me ofreció esa sonrisa con la que tantas noches de hastío había soñado. No daba crédito. Nos tomamos unas cervezas y cuando me preguntó si quería acompañarla a su casa creí estar soñando, era demasiado para mí. Por eso no supe reaccionar y me quedé tan aturdido que le dije que no podía, tenía un compromiso ineludible.
Me miró fijamente, con esa mirada que te dice: ¡que gilipollas eres tío! Yo lo sabía, sabía que era un gilipollas. Y ya no dijo nada más, dio media vuelta y se fue.
Pagué apresuradamente las cervezas y corrí detrás de ella, era lo mínimo que podía hacer, no podía dejar que aquello terminara de una manera tan tonta, era surrealista, después de tantos años sin verla, la dejaría marchar una vez más. A la altura de un semáforo en rojo la alcancé, iba a preguntarle que le había pasado, por qué se iba de aquella manera y entonces la vi, la vi como nunca antes la había visto y comprendí que estaba tan perdida como yo, que era tan vulnerable como yo. Y la dejé marchar con la mirada puesta en su dulce balanceo hasta perderla definitivamente.
Imagen: Reinfried Marass